miércoles, 5 de diciembre de 2007

Terruños

Siempre he sido persona de pocas convicciones. Las que tengo, suelen durarme poco, se me caen con el paso de los años. Pero hay una que permanece indeleble: la sinrazón del pensamiento nacionalista. Muchas veces se me ha acusado de 'españolazo' cuando he tratado de hacer ver mi punto de vista. Voy a intentarlo una vez más.

Todo parte de una lectura apasionada, hace ya muchos años, de Jon Juaristi y su 'Bucle melancólico'. Fundamento mis posteriores opiniones en las crónicas de Primo Levi y Jean Amery, que aunque parezca que no tienen nada que ver, opino lo contrario. Y las consolido en días como hoy, cuando muere un chaval en un hospital francés tras los disparos recibidos. Llámenme exagerado si quieren.

Creo con firmeza que el nacionalismo político es una forma de entender el mundo excluyente por naturaleza, expansiva por definición y dañina por el mismo concepto que la fundamenta. Requiere de un permanente agravio y de un 'enemigo', real o imaginario, para perpetuarse, ya sea la pérfida Albión, Madrid, París o lo que sea. Del nacionalismo cultural nada tengo que decir, aunque no me guste.

Sé que me dirán que hay muchas formas de entender el nacionalismo, que van desde el ridículo bigote de Toni Arques y el Bloc en Alicante hasta el Tercer Reich, dejando cerca a ETA. Por supuesto, se trata de una afirmación de perogrullo. Pero creo que la historia enseña que el pensamiento nacionalista, o se diluye o crece hasta consolidarse como hegemónico. No es algo nuevo.

El concepto de nación es un invento de la Edad Moderna y toda la mitología que lleva añadida es mentira, incluido el caso español. Todas las naciones se edifican en torno a un buen número de mitos falaces creados por intereses espurios. Con el tiempo, los usos comunes generan una serie de hábitos y elementos culturales que facilitan la convivencia.

Ahora bien, puestos a escoger un terruño, me quedaré siempre con el más grande y amplio. El que excluya menos. El que tenga enemigos más difusos. Así, debo ser una de esas dos o tres personas en el mundo que sienten europeas. En el sentido europeo de la palabra.
La creación de la UE, con todas sus carencias, creo que es un proceso de una madurez social sin precedentes, en el que las clases dirigentes entienden por primera vez que el beneficio del vecino también lo es propio. Que no es un enemigo y que, de hecho, es más lo que une que lo que separa. Sólo falta que este sentimiento cale en el resto de la sociedad. Algo que, con baches, creo firmemente que sucede.

Y sucede en un mundo globalizado lleno de pateras y mestizaje en el que España y las españas se pasan el día ensimismadas en su ombligo. No seré yo quien pelee por la unidad del país, pero estoy hastiado del debate de las identidades. Veo a unos niñatos de medio pelo amenazando con su diarrea mental y sus pistolas a toda una sociedad avanzada, la vasca y la española, marcando las agendas. Veo que no hay capacidad de ponerles freno. Veo un mercadeo con el modelo del estado que se camufla con cuestiones culturales y lingüísticas. Veo que se repiten excesos del pasado con cambio de bando. Veo, a fin de cuentas, que no se avanza.

Una de las grandes virtudes que yo veía en el ser español era que nadie se sentía tal. No teníamos banderas por la calle ni arengas públicas. Algo parecido a lo que ocurrió en Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. Es la misma apatía hacia los símbolos nacionales que hizo que Günter Grass se opusiera a la reunificación y fuera puesto a caldo. Es como si hubiéramos llegado a una madurez como colectivos basada en la culpa. En la vergüenza de todas las barrabasadas que en un país se cometen en torno a la nación, con sus héroes y sus mártires. Una forma de expiar los pecados cometidos. Los males del franquismo estaban demasiado próximos.

No tiene sentido cambiar ahora un ambiente de madurez como país, en el que se respetaba todo tipo de planteamientos (aunque empezamos a ir a peor), por nuevas señas. Más pequeñas, menos consolidadas, más agresivas e igual de falsas. Encima, se ha reactivado el siempre pernicioso nacionalismo español de la mano de todos los pequeños terruños emergentes.

Puedo estar de acuerdo en que el modelo del estado no está bien cerrado en España. Que la transición se hizo como se hizo por que era el momento en el que se hizo. Pero el debate no será fructífero (de hecho no será tal), hasta que se establezca como prioridad zanjar la cuestión terrorista y que no se mezclen los asuntos sentimentales con los monetarios, que son los que realmente zarandean el debate público y el 'sudoku' de los presupuestos. Y si se rompe España, pues que se rompa. Pero, por favor, que no se siga aburriendo a la ciudadanía, máxime cuando hoy ha muerto otro joven de veintipocos años.

No seré yo quien cuestione a nadie el uso del idioma y las formas de expresión culturales y sociales a las que cada uno se considera arraigado. Faltaría más. Pero tampoco, por defender esos derechos ninguneados en el pasado, aplaudiré que se vuelvan a cometer nuevos excesos. Y menos aún lo entenderé cuando esos excesos provengan de una izquierda confusa, que se mea en la lucha de clases y en la universalidad de los males de los más necesitados. Una izquierda, al final, que olvida que la Revolución Francesa empezó siendo universal y acabó con Napoleón. Que la rusa, empezó con la Internacional y acabó con Stalin. O lo que es lo mismo, que cuando se olvida que, por definición, el socialismo no entiende de fronteras, cae en excesos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

De aquí a la política. Menuda biblia filosófica! Visca la terra y la nostra llegüeta!!

Juanjo Marcos dijo...

Visca, visca (se nota mucho que me aburro?)