A pesar del principio de incertidumbre de Heisenberg y del gato de Schrödinger. A pesar de todo lo que hayan leído sobre los pliegues en el espacio de tiempo. A pesar de todo, los vórtices existen. Son pequeños puntos en los que, si uno se fija, entre las telarañas de la existencia, se conjuran multitud de cosas, tiempos y lugares. Todo confluye allí. En el caso de Alicante, su vórtice está en el ascensor que lleva al Castillo de Santa Bárbara. Nada explica y define mejor a esta ciudad que ese ascensor siempre roto. De sus posibilidades y sus fracasos.
En la mayor parte de las ciudades que consideran que el turismo es algo importante, el hecho de que su principal atractivo estuviera sin accesos sería motivo de inquietud municipal e indignación ciudadana. Aquí, ni lo uno ni lo otro. El castillo es uno de los enclaves que se deberían vender con ardor en los folletos de la ciudad. Y como suele pasar con las mejores cosas que ofrecer en la provincia, está dejado de la mano de Dios (otro día hablaremos de Tabarca). Mientras se dilapidan con alegría los meses y los millones de euros en proyectos que no existen como el Palacio de Congresos, ahí sigue un miserable ascensor roto desde hace más de un año. Con él yacen el orgullo de una ciudad por su patrimonio, las posibilidades de regeneración, la conciencia colectiva y el buen gobierno. Todo en un ascensor.
Es habitual ver a los turistas en la zona preguntando cómo acceder al castillo. Esos turistas tienen la suerte de que tienen ante sí un vórtice que les explica la desgana y la desidia que presiden esta ciudad. Al menos así, el paseo les ha valido de algo. Creo que incluso hay algún colectivo que plantea darle a estas obras una bandera azul. A fin de cuentas, ese ascensor tiene más de playa modélica que La Albufereta.